Se dice que en Irak no hay opción al fracaso. Pero es una posibilidad.
Desde el principio de la intervención, dos preguntas cruciales han estado esperando respuesta: ¿Hay una cantidad decisiva de iraquíes que estén dispuestos a pelear por la libertad en vez de someterse a la tiranía? Y ¿las fuerzas militares americanas -– diseñadas para enfrentarse a la Unión Soviética, un gigante torpe -- pueden aprender a pelear con efectividad contra un enemigo escurridizo que no respeta las reglas y no necesita ganar ni una sola batalla? Todo lo que el enemigo tiene que hacer es erosionar nuestra voluntad de lucha. Videos de decapitaciones y atentados suicidas tienden a tener ese efecto en la psiquis occidental.
Más de dos años en la guerra, los que insisten en que Irak es un atolladero sin esperanza pueden comentar que, en las recientes semanas, 130 carros bomba han dejado más de 600 muertos.
Por otro lado, miles de soldados iraquíes recientemente entrenados han salido a la caza de los insurgentes en Bagdad y sus alrededores. Aún en las más inquietas provincias del país, los miembros de tribus suníes han estado batallando contra las fuerzas de Abu Musab al-Zarqaui, líder de Al Qaeda en Irak. Y según se dice, el mismo Zarqaui se encuentra herido.
Pero dejemos de lado, por el momento, la pregunta de si estamos avanzando palmo a palmo o empeorando. Hay que centrarse más bien en esto: ¿Fracasar se ha convertido en opción? ¿Cuál sería la consecuencia de una derrota americana en Irak?
Con seguridad significaría un baño de sangre ya que los insurgentes baazistas y los terroristas de Al Qaeda se vengarían y demostrarían – como lección práctica para los demás—el precio que se debe pagar por colaborar con los infieles americanos.
Los campos iraquíes de entrenamiento terrorista serían reabiertos sin lugar a duda. Restaurar Salman Pak, por ejemplo, no sólo humillaría a Estados Unidos sino que en la práctica también podría producir competentes remplazos para esos combatientes perdidos durante las campañas de Irak y Afganistán.
A nivel conceptual, sería obvio que la huída de América de Beirut después de la matanza de sus marines en 1983, su retirada apresurada de Somalia 10 años después, su rechazo a hacer responsable a alguna nación terrorista, dictador o grupo por el primer atentado a las Torres Gemelas – no fueron de suerte o por error sino que apuntan a una tendencia. Confirmaría la creencia que Occidente está en declive y que una fuerza superior está destinada a prevalecer – exactamente lo que Osama Bin Laden y Sadam Hussein habían pronosticado hace tiempo.
Al Qaeda, los correligionarios de Sadam, los agentes de los mulás iraníes – cualquiera de estos grupos o alianza de grupos que emergiese como la cúpula en Irak serviría como los cimientos de su éxito. Y no habría que esperar mucho para ver una “insurgencia” en Kuwait: el asesinato de unas cuantas figuras clave, algunas decapitaciones y atentados suicidas. La ola continuaría hasta Jordania, Arabia Saudí, Egipto, Pakistán y más allá. ¿Quién los detendría? ¿Cómo podría detenérseles?
Con territorio, población y recursos en expansion, incluyendo la vasta riqueza petrolífera, los líderes de la totalitaria nueva confederación o imperio – o califato – podrían manipular la economía mundial para su beneficio y en detrimento de las pocas naciones que se pudieran atrever a obstruir su ascenso. Armas nucleares, biológicas y químicas estarían muy pronto en sus manos. Las querrían sólo para fines pacíficos, por supuesto, y para frenar a los demás.
No pasaría mucho tiempo para que se cumpliese el sueño de Sadam y de Bin Laden . Habría una nueva superpotencia rica en petróleo y con armas nucleares, un verdadero rival para el decadente y dividido Occidente. Calladamente, daría poder a los “actores sin país” también conocidos como grupos terroristas.
En Europa, los islamistas radicales se pondrían a exigir cada vez más. Y se encontrarían con unos líderes europeos sorprendentemente complacientes. Los americanos, por contraste, serían los revoltosos y tratarían de sellar mejor sus fronteras. Tales esfuerzos sólo retardarían lo inevitable. Lo más probable es que, finalmente, un arma nuclear o una bomba bacteriológica explote en alguna urbe americana. Los líderes mundiales expresarían su pesar. Pero ¿qué se podría hacer? ¿Investigar a los que se las han suministrado a quién? ¿Pedimos a la ONU que les imponga sanciones? ¿Tomamos represalias contra las poblaciones civiles de Bagdad y Teherán?
Que la guerra es un infierno no es noticia. Que la guerra en Irak es más infernal de lo que muchos habían imaginado, es obvio. Es legítimo, en verdad es útil, criticar al gobierno Bush por cómo ha llevado la guerra. Pero los que interpreten que cada vez que se estrella un helicóptero, o que hay un atentado o una decapitación que ésa es prueba que los enemigos de América en el siglo XXI no pueden ser vencidos; los que exhortan – o simplemente insinúan—que Estados Unidos debe aceptar la derrota, necesitan decir qué es lo que esperan que suceda después que las fuerzas americanas se vayan a casa.
¿Será algo tan apocalíptico como el escenario descrito arriba? Si no es así, digan por qué no.
Algunos contestarán diciendo que después de la derrota americana en Vietnam, la vida volvió a la normalidad para la mayoría de americanos. Pero Ho Chi Min tenía ambiciones modestas. Nunca buscó derribar al coloso americano, el Viet Cong nunca intentó masacrar americanos en territorio americano.
Este enemigo es diferente. Esta guerra es diferente. Esta vez, América tiene que ganar. No hay opción al fracaso.