“Afganistán es el país más extraño del mundo” dijo William Wood, el embajador americano en Kabul. Le pregunté si me permitía citarlo. Primero vaciló un poco y luego dijo que sí, no sin antes añadir: “Es un país implacablemente extraño”.
Montañoso, sin salida al mar y muy remoto, poblado por legendarios guerreros – pashtunes, tayikos, hazaras y uzbekos – históricamente ricos pero económicamente paupérrimos, Afganistán ha permanecido en estado de agitación por casi treinta años, desde la invasión soviética de 1980. “La gente aquí está acostumbrada a la violencia” dice el general David McKiernan, el comandante americano en Afganistán. “Pero esta gente también está traumatizada por la violencia”.
Hacia 1989, los afganos ya habían derrotado a los invasores soviéticos – gran victoria que generó repercusiones y que fue lograda con ayuda de Estados Unidos. Pero una vez que los rusos se fueron, americanos y europeos perdieron interés en Afganistán. Los señores de la guerra lucharon entre sí mismos por territotio, poder y riqueza – especialmente derivados en forma de amapolas de las cuales se hace la heroína.
En 1994, un grupo de justicieros provinciales liderados por el mulá Mohamed Omar, el administrador de una escuela religiosa, se rebeló ante el caos y la corrupción. Él y sus seguidores se denominaron “los estudiantes” – los “talibanes” en la lengua pashtún.
Los talibanes restauraron la ley y el orden. El pueblo acogió esta novedad con satisfacción. Los talibanes también gozaban del apoyo de los islamistas arraigados en los servicios de inteligencia de Pakistán. También los sauditas vieron con buenos ojos este hecho.
Al poco tiempo, la agenda ultraradical de los talibanes se hizo evidente. La niñas ya no podían ir a la escuela. Las mujeres no podían salir de sus casas a menos que estuvieran cubiertas de pies a cabeza con un burka y que salieran acompañadas por un varón. Se prohibió cantar, bailar, tocar música, mirar televisión, deportes e incluso volar cometas – pasatiempo nacional afgano. Rezar 5 veces al día se convirtió en algo obligatorio.
Aquellos que trasgredieron estas normas se vieron sentenciados a amputaciones o ejecuciones; le sucedió a miles y a menudo se daba en público. Los líderes tribales tradicionales fueron asesinados y reemplazados por fieros mulás que rompieron con la tradición afgana de combinar el poder religioso y político.
En marzo de 2001, los talibanes dinamitaron los Budas de Bamiyán - estatuas gigantes que eran obras de religión y arte, construidas en el siglo VI. Para los talibanes eran “ídolos paganos” que merecían ser destruidos – como todo lo no islámico. “Es un asunto puramente religioso” dijo el entonces Ministro de Asuntos Exteriores afgano Wakil Ahmad Mutawekel a un periodista japonés.
El periodista pakistaní Ahmed Rashid escribió que los talibanes representaban una nueva clase de fundamentalista islámico: “agresivo, expansionista e inflexible en su exigencias puristas para que la sociedad afgana volviera a un imaginado modelo de la Arabia del siglo VII en los tiempos del profeta Mahoma”.
Al mismo tiempo, por supuesto, los talibanes también estaban dando refugio a un exiliado saudita de nombre Osama bin Laden. Él estaba tramando otra clase de asalto contra los odiados infieles. Después de la matanza del 11 de septiembre de 2001, los talibanes permanecieron leales a bin Laden y a al-Qaeda. El resultado fue la invasión de Afganistán, liderada por Estados Unidos, así como el derrocamiento de los talibanes.
Tanto bin Laden como el mulá Omar se escaparon, probablemente a la zona agreste del Pakistán occidental. Hoy, fuerzas talibanes – alentadas por árabes, chechenos, pakistaníes y otros “combatientes extranjeros”—están intentando volver a tomar Afganistán, usando las mismas tácticas terroristas que al-Qaeda ha usado en Irak: asesinatos, bombas de carretera y, cuando yo estuve en Afganistán a principios de este mes, lanzando ácido a la cara de las jovencitas que van camino a la escuela. Un diplomático europeo en Kabul observaba que este año han matado a 900 policías afganos – una mejora si se compara con los 1.200 asesinados en 2007. “Los talibanes no son gente sensible” dice él.
Como otros grupos islamistas militantes – Hamás y Hizbolá, por ejemplo – los talibanes actúan localmente pero piensan globalmente. “Queremos erradicar Gran Bretaña y Estados Unidos” dice Baitulá Mehsud, el emir de los talibanes pakistaníes, “y destruir la arrogancia y la tiranía de los infieles. Rezamos porque Alá nos permita destruir la Casa Blanca, Nueva York y Londres”.
La evidencia disponible sugiere que la gran mayoría de afganos no quiere ver la vuelta de los talibanes al poder. De hecho, los talibanes no ha conseguido recuperar ni una sola ciudad. Pero han estado intensificando su uso de la violencia.
En los últimos años, la lucha ha disminuido durante el frío y nevoso invierno de Afganistán. Esta temporada, el general McKiernan planea mantener la presión. “Si le damos tiempo al enemigo para que descanse y se relaje durante el invierno” explica uno de sus comandantes, “entonces estará de vuelta con todo su vigor durante la primavera”. La esperanza – todavía no se puede decir la expectativa – es que Pakistán también se mueva