Parece que Francia también tiene “estados rojos” y “estados azules”.
París y sus elegantes suburbios son azules: Ellos votaron por la propuesta constitución de la Unión Europea, un documento que prometía unir a los diversos pueblos de 25 naciones europeas bajo un solo sistema político y económico.
Por contraste, pinte de rojo los pueblos fabriles del norte de Francia, del sur mediterráneo con su alto desempleo y de esta región del suroeste mayormente rural donde los votantes rechazaron aplastantemente los planes propuestos por las élites de Francia.
Los votantes del “non” se impusieron por un amplio margen. Las élites habían respondido llamándolos ignorantes, asustadizos y hasta racistas. Quizá algunos lo sean. Pero cuando me puse a preguntarle a la gente de estos sitios por qué votaron así, sus respuestas me sonaron sensatas.
“No estamos contra Europa” me explicaba Michel Guilloteau, que tiene viñedos para vinos y coñacs. “Estamos con Europa. Pero ¿cuál es la prisa? Hay diferencias entre Francia y otros países. ¿Por qué aparentar que no las hay?”
En realidad ¿por qué? Puede que no sea completamente injusto ver a Francia como una gran nación que ha tenido la desgracia de tener líderes que preferirían que Francia fuese una gran potencia. Puede que no sea injusto especular que el presidente Jacques Chirac creyese que una Europa políticamente unificada – dominada por el eje franco-alemán – pudiese ser el camino a ese fin. Así fue que él y el canciller alemán Gerhard Schröder intentaron transformar Europa tan rápido como fuera posible de una zona de libre comercio a un Estados Unidos de Europa.
Ellos ignoraron – y trataron de convencer a todos los demás para que ignoraran – el hecho que lingüística, cultural y filosóficamente las diferencias entre, digamos, un francés y un checo son enormemente mayores que las diferencias entre un tejano y un neoyorquino.
Hace una década, estaba entre el grupo de periodistas a los que invitaron a visitar capitales continentales clave para aprender sobre “el proyecto europeo”. Fui de los escépticos al pensar que tantas antiguas y distintas naciones estuviesen genuinamente preparadas para renunciar a una gran parte de su soberanía; dudé de que gente de Portugal a Polonia estuvieran preparados para pensar en sí mismos primero como europeos y aceptar un gobierno de “talla única”.
Nada de qué preocuparse, nos dijeron a mis colegas y a mí, una nueva Europa unida, estaría fundada en la “subsidiariedad” el principio que dice que toda decisión debe ser tomada en el nivel más bajo del gobierno. Lo que la gente de Cognac pueda decidir para la gente de Cognac no debía ser decidido por los burócratas de la sede de la UE en Bruselas. Pero no ha resultado ser así. Al contrario, el poder de los “eurócratas” ha crecido año a año. Lo que es conocido como “déficit democrático” ha estado creciendo. La constitución propuesta habría aprobado y reforzado esta tendencia.
Al voto francés de no-confianza en él, Chirac respondió de manera predecible: Nombró a un primer ministro que es quizá aún más elitista que él, nada menos que a Dominique Marie François René Galouzeau de Villepin, un funcionario de carrera que nunca se ha presentado a unas elecciones, un autoproclamado poeta que tiene un busto de Napoleón en su oficina y cuya histriónica oposición a la administración Bush en los días que precedieron a la intervención liderada por Estados Unidos en Irak le dieron fama internacional.
Esa representación también ayudó a que millones de americanos se convirtieran de la noche a la mañana de francófilos a francófobos. Las evidencias de este cambio se pueden encontrar no sólo en las exhortaciones de los comentaristas de radio a los oyentes para llamar “patatas de la libertad” (Freedom fries) a las papas fritas (que en inglés sería French fries: papas francesas) sino también en libros de rápidas ventas como el de John J. Miller titulado “Nuestro más antiguo enemigo: Una historia de la desastrosa relación de Estados Unidos con Francia”, el de Richard Z. Chesnoff “La arrogancia de los franceses: ¿Por qué no nos soportan y por qué el sentimiento es mutuo?” y el de Kenneth R. Timmerman “La traición francesa a Estados Unidos”.
El punto de vista del otro lado del charco está documentado por el historiador francés Philippe Roger en “El enemigo americano: La historia del antiamericanismo francés” que sugiere que el resentimiento galo por el poder y la prosperidad de Estados Unidos difícilmente sea un fenómeno nuevo.
Sin embargo, en el suroeste de Francia, una región fuera del circuito turístico, uno se encuentra con poco antiamericanismo. Además he oído más críticas contra el Presidente Chirac – mayoritariamente visto como incompetente y corrupto – que contra el Presidente Bush. Quizá esta perspectiva tenga algo que ver con el hecho que el 40% del coñac producido aquí va a Estados Unidos. O quizá sea solamente porque esta parte de Francia es un estado rojo.