No se puede luchar contra el terrorismo sin luchar contra los terroristas. Hay que eliminar a ambos: a los que cargan un coche con explosivos y a aquellos que les dicen dónde ir y a quién matar. La mayoría entiende este concepto.
Tampoco se puede luchar contra el terrorismo sin rebatir las ideas que inspiran a hombres (y mujeres) jóvenes a escoger acabar con sus vidas con espectaculares actos de asesinato masivo. Este concepto desconcierta a algunas personas.
Comencemos por la izquierda, con Michael Kinsley, actualmente el responsable de la página editorial de Los Angeles Times. Kinsley está indignado ya que el Presidente Bush después del 11-S cambió de opinión sobre la conveniencia de promover la libertad, la democracia y los derechos humanos a todos los rincones del mundo que han sufrido por largo tiempo la tiranía. Si Bush apoya la reforma democrática entonces a Kinsley y sus amigos en la izquierda no les queda más remedio que oponerse.
Haciéndolo, se han unido a los “paleo-conservadores” de la derecha liderados por Pat Buchanan. Para él, es el colmo de la inocencia suponer que la libertad pueda florecer en el árido panorama musulmán. Además Buchanan dice que los americanos han provocado el terrorismo por sus políticas intervencionistas. “Lo que paso el 11-S es resultado del intervencionismo” aduce. “El intervencionismo es la causa del terror”.
Ésa es una conclusión sorprendente. Las atrocidades del 11-S fueron orquestadas por Mohammed Atta, un egipcio. Antes del 11-S ¿cómo fue que Washington intervino en los asuntos egipcios excepto dándole miles de millones de dólares, reabasteciendo a sus fuerzas militares y haciéndonos de la vista gorda con la represión del presidente Hosni Mubarak contra los disidentes?
Atta seguía las órdenes de Osama bin Laden, un saudí. Por mas de 50 años el “intervencionismo” americano en Arabia Saudí ha consistido en pagar al reino sumas astronómicas en ingresos petrolíferos, concederles privilegios sin precedentes (por ejemplo autorizar a los wahabitas vetar a los capellanes musulmanes de nuestro ejército y nuestras prisiones) y en 1990 enviar soldados americanos a pedido de los saudíes para que se les proteja de una invasión por parte de Sadam Hussein.
Quizá Buchanan pensaba en nuestra intervención en Somalia cuyo único propósito era dar de comer a un pueblo muerto de hambre. O nuestra intervención en Afganistán para apoyar a las guerrillas a luchar contra el invasor soviético. También intervenimos en Bosnia y en Kosovo, salvando musulmanes de las garras de la devastación a manos de sus vecinos cristianos.
Claramente, no es el “intervencionismo” el que ha engendrado el terrorismo antiamericano. ¿Qué es entonces? Escuchemos a nuestros enemigos. Nos lo han dicho una y otra vez.
Sayyid Qutb, el intelectual egipcio mentor de la mayoría de los islamistas radicales de hoy en día, no rechazó el intervencionismo sino la democracia al estilo americano. Como estudiante en Estados Unidos a finales de los años 40 él vio las libertades que amamos y le disgustaron. “La democracia, como forma de gobierno, está en la ruina en Occidente” escribió. “¿Por qué tendríamos que importarla a Oriente Medio?”
Bin Laden detesta igualmente a Estados Unidos como nación que se rehusa a someterse a la “ley de Alá”. Ha dicho: “Ustedes, americanos, han escogido implementar sus propias reglas inferiores y regulaciones, por eso siguen sus propios vanos caprichos y deseos”.
Abu Musab Zarqaui, el líder de Al Qaeda nacido en Jordania también ha condenado las instituciones democráticas como “no-islámicas”. Dice Zarqaui en una cinta de audio que se hizo pública justo antes del voto parlamentario el 30 de Enero en Irak: “Hemos declarado una amarga guerra contra el principio de la democracia y contra todos aquellos que buscan hacerla realidad. Los candidatos de las elecciones buscan ser semidioses, mientras que aquellos que los voten son infieles”.
El hecho es que los radicales islamistas no sólo nos desprecian sino que ningún cambio en política exterior, ningún intento de compromiso, gesto o apaciguamiento podría contentarles. También nuestros enemigos reconocen que nuestros valores fundamentales son una amenaza para los suyos. Nuestras ideas son, según dijo el revolucionario líder iraní el ayatolá Jomeini, “seductoras”. Aquellos que se aferran a la libertad no apoyarían la supremacía islamista y el totalitarismo.
Y ¿qué alternativa hay a fomentar nuestros valores? Según el historiador militar Victor Davis Hanson demasiados de nosotros mismos hemos olvidado que el “engorroso trabajo” de alentar la libertad y la democracia “fue el sucesor, no el precursor a una letanía de otras recetas fallidas” para tratar los males que aquejan a las naciones árabes y musulmanas.
El 11-S, agrega Hanson, “fue el pago de décadas de apaciguamiento americano y de negligencia—un patológico Oriente Medio dejado solo a su suerte para que le eche la culpa a los demás por sus propios desaguisados autoprovocados”.
Desde el 11-S, Estados Unidos está intentando algo nuevo, probando si ideas como el autogobierno y la tolerancia pueden ser más inspiradoras que el brebaje de islamismo, fascismo y terrorismo que bin Laden y los de su índole ofrecen.
Para Buchanan y Kinsley por igual, ésto es “neoconservadurismo” y no quieren saber nada de ello. Hanson sugiere un nombre más preciso: “Idealismo muscular”.
El idealismo muscular no implica imponer la libertad y la democratización. Más bien propone por fin apoyar a aquellos que luchan, sufren y mueren por los ideales que compartimos, aún si da la casualidad que sean árabes o musulmanes. Ellos, no sus opresores, son nuestros aliados.
Los militares entienden que se necesita de la fuerza para derrotar a un enemigo violento y decidido. La “gente de ideas” entiende que se necesitan buenas ideas para combatir y vencer las malas ideas. Sin embargo, Kinsley en la izquierda y Buchanan en la derecha argumentan que, en efecto, cuando se trata de la batalla por las ideas, Estados Unidos debería desarmarse unilateralmente.
¡Qué posición más rara! Ah... y ya que estamos…¡qué alianza más rara!
Clifford D. May, antiguo corresponsal extranjero del New York Times, es el presidente de la Fundación por la Defensa de las Democracias, un instituto político especializado en el estudio del terrorismo.