Quizá hay una buena razón por la que los agentes secretos tienen que ser secretos.
Mientras que el espionaje fue una profesión que el ciudadano común sólo veía en la ficción, podíamos imaginar que los espías eran como James Bond... bueno quizá no tan elegantes pero por lo menos bien entrenados y efectivos.
O para los más sofisticados, había un George Smiley y los otros personajes matizados que salieron de la pluma de John Le Carré, gente seria que luchaba con incertidumbres morales pero cuya competencia nunca se ponía en duda.
Ahora, por contraste, ex-espías parecen salir de todos sitios: escriben libros, artículos, editoriales, están en los programas de cotilleo de radio y televisión, dan conferencias, almuerzan en The Palm en Washington DC, posan para los fotógrafos de Vanity Fair. Y no sólo cuentan los gajes del oficio sino que también proponen criterios a seguir, muestran interés en temas políticos y cotillean a placer.
En general, no ha sido nada beneficioso para su imagen. Por el contrario, ha quedado claro que muchos de ellos... bueno... no tienen idea de nada. Son unos cuantos ya los que suenan menos a James Bond y más a Maxwell Smart - sin el humor.
Hay excepciones. Bob Baer es astuto. Reuel Marc Gerecht es brillante. James Woolsey, que no era un agente sino el director de la CIA, es un hombre de inmensa sabiduría. Pero como ya lo han hecho patente dos informes recientes de la comisión cualificada en servicios de inteligencia, en un momento dado la CIA
se transformó y pasó de deslumbrante agencia de espionaje a ser otra lenta burocracia washingtoniana.
Por cierto, Vincent Cannistraro no es Sydney Bristow. El author David Frum cuenta en su blog que este ex-oficial de la CIA sugirió recientemente (en una entrevista con Radio Pacífica, voz de la extrema izquierda) que un documento falsificado sobre Sadam Hussein en que se hablaba de compras de uranio en África podría haber sido fabricado por Michael Ledeen, un experto del American Enterprise Institute.
Aquellos que conocen a Ledeen (es del tipo “catedrático gruñon congénito”) saben que esa acusación es hilarantemente graciosa. “¿Qué viene después?” pregunta Frum. “que Ledeen secuestró al hijo de Lindbergh?”. Frum añade que Cannistraro “o bien ha perdido su habilidad o bien el deseo de distinguir entre realidad y fantasía pervertida”.
Eso si uno asume que alguna vez tuvo esa habilidad y/o deseo. Altenativamente, quizá fueron los funcionarios de inteligencia de la índole de Cannistraro, quienes los años antes al 11-S, iban por ahí buscando conspiraciones fantasma mientras fallaban en darse cuenta que un topo soviético, Aldrich Ames, había penetrado y comprometido a la CIA como igualmente hizo Robert Hanssen en el FBI.
Y éso no es todo. La revista The Economist señaló hace poco que:
“Se llegó a un punto tal que cada investigador de la CIA que trabajaba en Cuba era un doble agente. Excepto 3 investigadores de la CIA, todos los otros estacionados en Alemania del Este presuntamente trabajaban para la Stasi”.
Los cuerpos secretos “fallaron en predecir la invasión soviética de Afganistán en 1979 y la desintegración de la Unión Soviética una década después. En 1998, los espías de Estados Unidos se sorprendieron tanto cuando India hizo su ensayo nuclear. También aconsejaron a Bill Clinton que bombardeara una de las pocas fábricas de medicina de Sudán creyendo equivocadamente que fabricaba gas nervioso. Al año siguiente, por sugerencia errónea de las agencias un avión de combate americano bombardeó la embajada china en Belgrado... La CIA no ha tenido ni un solo agente en Irak después de los inspectores de la ONU fueron expulsados en 1998”. Y por supuesto, no se hizo ningún esfuerzo en serio para infiltrarse en Al-Qaeda durante esos años.
Otro vivo ejemplo de lo que salío mal en la sede de la agencia es Michael Scheuer, alto funcionario de la CIA durante 22 años. Scheuer se hizo famoso escribiendo “Arrogancia imperial” un libro diseñado y calculado para evitar que el Presidente Bush fuese reelegido (otra misión fallida). Lo escribió mientras cobraba su sueldo de la CIA y usaba como nombre de autor “Anónimo”. Les tomó 20 minutos a los astutos washingtonianos descubrir ese sagaz disfraz y averiguar quién era “Anónimo”.
En un editorial reciente en el Washington Times, Scheuer demostró el tipo de pensamiento analítico que aparentemente afectó a la mayor parte de los servicios secretos. Escribió lo siguiente:
“El ‘problema musulmán' de Estados Unidos no es que los musulmanes no entiendan nuestra política sino que justamente ellos creen entenderla... Los musulmanes creen que la política americana está hecha para destruir a sus hermanos y su fe, apoderarse de su petróleo, ocupar sus lugares santos y proveer de armas a Israel para demoler a los palestinos”.
Añadió: “Estas observaciones no son ciertas... espero”. (¿Espero?) “pero son la realidad para decenas de millones de musulmanes”.
Oh... Las observaciones se convierten en “realidad” cuando la gente “cree” en ellas. Si éso es así, siguiendo esa línea, pues hay unos cuantos que piensan que la CIA perpetró los ataques del 11-S, es también “real” que Scheuer y otros funcionarios de la CIA deberían haber sido procesados por esos ataques. Usted y yo podemos “esperar” que Scheuer no haya tenido nada que ver con esas atrocidades pero si una realidad diferente es real para otros, ¿quiénes somos nosotros para juzgar?
Scheuer concluyó su montaña de ideas ilógicas diciendo que finalmente los americanos “exigirán cambios de política exterior”. Pero si nuestra política es malentendida, ¿en qué ayudaría el cambio? ¿No seguiríamos siendo malentendidos? Y ese malentendido ¿no seguiría siendo aún (por lo menos para él) tan real como la versión de la realidad de cualquier otra persona?
Éste es el tipo de razonamiento que uno se podría esperar de un estudiante novato en una residencia estudiantil universitaria después de una larga noche habiendo consumido demasiados intoxicantes de diversa especie. Ciertamente nunca sería bienvenido al Servicio Secreto de Su Majestad.
Clifford D. May, antiguo corresponsal extranjero del New York Times, es el presidente de la Fundación por la Defensa de las Democracias, un instituto político especializado en el estudio del terrorismo.