Aunque los ataques del 11 de Septiembre de 2001 en Nueva York y Washington fueron atroces, los ataques del 7 de Julio de 2005 en Londres fueron peores por la siguiente razón:
El 11 de Septiembre fuimos atacados por extranjeros, gente criada en Arabia Saudita y en otros rincones del mundo donde los clérigos radicales predican sin cesar el odio contra americanos e “infieles”. En otras palabras: “Nos” atacaron “ellos”.
Pero los terroristas suicidas que llevaron a cabo la masacre en el metro de Londres y en un autobús de camino a Bloomsbury, eran “chicos británicos, el producto de escuelas y universidades británicas... los terroristas venían de hogares de clase media” acota Melanie Phillips.
En otras palabras: Los británicos fueron atacados por británicos, por compatriotas, quintacolumnistas. En su nuevo libro “Londonistán”, Phillips explora cómo fue que esto sucedió y lamenta lo que significa para Occidente.
Hay más de 1,6 millones de musulmanes en Gran Bretaña. La aplastante mayoría es gente pacífica y respetuosa de la ley. Pero se cree que hasta unos 16.000 musulmanes británicos están metidos actividades terroristas o las respaldan; se estima que tantos como unos 3.000 han pasado por campos de entrenamiento de al-Qaeda
Phillips señala también que mientras muchos imanes británicos “sin duda alguna, promueven un mensaje de paz, no ha habido ninguna supresión de la ideología de la guerra santa por musulmanes británicos. El cambio del centro de gravedad hacia el extremismo del discurso islámico en Gran Bretaña ha creado un mar en el que el terrorismo puede nadar”.
Los terroristas con base en Gran Bretaña han sabido nadar muy bien alrededor del mundo, llevando a cabo operaciones en Pakistán, Cachemira, Afganistán, Kenya, Tanzania, Arabia Saudita, Irak, Israel, Marruecos, Rusia, España y Estados Unidos.
Jóvenes militantes británicos se han alistado a un movimiento global que primero tomó forma en la primera parte del siglo XX. Se basó en las teorías de dos intelectuales egipcios, Hassan al-Banna y Sayed Qutb, y se combinaron con las viejas enseñanzas del wahabismo saudí, una variante del islam que ya había preocupado a Winston Churchill. Decía en 1921 que “los wahabitas consideran un deber así como un artículo de fe, el matar a todos los que no compartan sus opiniones y el convertir en esclavos a sus esposas e hijos”.
¿Cómo fue que semejante ideología intolerante se expandió entre inmigrantes nacidos en una Gran Bretaña libre y tolerante? “La primera ley del terrorismo” observa Phillips, “es cebarse en la debilidad”. Argumenta que Gran Bretaña se debilitó en décadas recientes por adoptar el relativismo moral y la confusión multicultural.
Los británicos no pusieron barreras a los militantes de Medio Oriente que fomentaban el odio e incitaban a la violencia. Muchos de los militantes vivían de los subsidios pagados por los contribuyentes. Las organizaciones de caridad musulmanas recaudaban dinero para grupos terroristas. Los bancos británicos sirvieron para desviar fondos. Las mezquitas se convirtieron en centros de adoctrinamiento y de reclutamiento de terroristas.
Londres se convirtió en “La fábrica del terror islamista de Europa”, escribe Phillips, “el lugar en el que primero se fraguó al-Qaeda a partir de grupos radicales dispares hasta convertirse en un fenómeno terrorista global”.
Añade: “Londonistán siguió floreciendo sin obstáculos aún después de la llamada de atención que era el 11 de Septiembre”. La comunidad de inteligencia británica no quiso inmiscuirse, ese fallo se explica como una “combinación de análisis erróneo y cinismo”. Los analistas subestimaron la amenaza del fascismo islámico y pensaron erróneamente que si Gran Bretaña no molestaba a los militantes, entonces los militantes no molestarían a Gran Bretaña.
Para los americanos, dice Phillips, esto debería ser más que preocupante. La relación especial entre los dos países “es tan vital hoy como cuando estaban juntos, hombro a hombro, contra la Alemania nazi”.
Estados Unidos tampoco es inmune a la mentalidad de Londonistán. Puede que no haya funcionarios americanos electos tan indeseables como Ken Livingstone, el alcalde de Londres, enamorado de los clérigos que llaman “deber” de los musulmanes el ser terroristas suicidas voluntarios en Irak e Israel. No tenemos el equivalente de George Galloway, el defensor de Saddam Hussein que ahora lidera un partido político que une a los de extrema izquierda con los islamistas.
Pero hay muchos en Estados Unidos, al igual que en Gran Bretaña, cuyo entendimiento de la guerra que se está librando contra Occidente ha sido distorsionado por la ingestión de lo que Phillips llama “una sopa venenosa de irracionalidad, prejuicio, ignorancia y miedo”. Hay más de uno al que le han hecho creer falsamente que “Estados Unidos es una potencia fuera de control y que el origen de la furia musulmana contra Occidente se halla en la ‘opresión' de Israel contra los palestinos”.
Las élites británicas, que justifican el terrorismo pero que desaprueban la identidad y los valores tradicionales británicos por ser “racistas, nacionalistas y discriminatorios” se sentirían en casa en muchos de los campus universitarios de Estados Unidos, en algunas redacciones de periódicos y, por último, en unos cuantos de los más encantadores hogares de Hollywood.