La gente dice que somos adictos al petróleo pero decir eso es impreciso e injusto. Nuestros automóviles son los adictos al petróleo. Y Estados Unidos se ha diseñado en torno al automóvil.
Nosotros – los contribuyentes de Estados Unidos – hemos construido un elaborado sistema interestatal de autopistas. Hemos levantado ciudades crecientes (Los Ángeles, por ejemplo) con barrios conectados sólo por carretera. Una gran parte de nuestra población vive en suburbios convenientemente accesibles sólo por automóvil. Hemos construido miles de centros comerciales con miles de metros cuadrados de estacionamiento.
¿Es posible rediseñar y reconstruir Estados Unidos para llevar a la gente a zonas urbanas densamente pobladas construyendo líneas de trenes y tranvías o lo que sea que haga falta para convertir la clase de sociedad que ahora tenemos en un modelo distinto? Seguramente, pero eso llevaría por lo menos toda una generación de incómoda transformación llevando a cambios que serían profundos.
Los americanos valoramos la idea y el ideal de la libertad y, para nosotros, eso implica movilidad. Tiene sentido cuando uno piensa en ello: La mayoría de americanos desciende de extraordinarias personas que tomaron la peligrosa decisión de abandonar sus hogares ancestrales para convertirse en extranjeros en una tierra extraña. Lo hicieron en busca de libertad, oportunidad y prosperidad. No debería sorprender que los descendientes de estos viajeros audaces e independientes se sientan atraidos al vehículo personal y a la aventura de la carretera abierta. Dígale a cualquier auténtico americano que Buzz Murdock y Tod Stiles conduciendo un Corvette en la Ruta 66 que eran “adictos” al petróleo o que han dejado una “huella de carbono demasiado grande” y Ud. se está buscando que le callen esa boca.
Pero con la gasolina repentinamente a más de 4 dólares el galón, la controversia más apasionada en Estados Unidos es a quién culpar y qué se debe hacer. Es un debate confundido y confuso pero que se puede reducir a esto: Por un lado están los que creen que la respuesta está en recortar radicalmente nuestra demanda energética. Por otro lado, están los que creen que la respuesta es aumentar nuestra oferta a gran escala.
Los defensores de la demanda nos acusan de ser “adictos” diciéndonos que no basta con conservar energía y utilizarla más eficientemente - tales iniciativas son recomendables – sino que hay que resignarse a una menor movilidad, a una dismunición del consumo, a reformar lo que ven como nuestra derrochadora “forma de vida”.
Los partidarios de la economía de oferta discrepan con vehemencia. Ellos dicen que deberíamos estar pensando cómo exprimir más energía de una variedad más amplia de fuentes - usando tecnología avanzada para proteger el medioambiente.
Póngame en el campo de los ofertistas. Me parece obvio que la energía es indistinguible de la riqueza y que la democratización de la riqueza – más de ésta para más gente – es algo bueno y no algo malo. De hecho, democratizar la riqueza – casas propias, refrigeradores, televisores, teléfonos celulares y automóviles – han estado entre los más grandes logros de Estados Unidos.
Casi cualquier cosa que uno pueda hacer para mejorar su vida requiere energía. Hace falta una fuente de energía para leer un libro después que se va el sol, para mantenerse fresco en un día caluroso, para cocinar, para llevar a los niños al fútbol o sus clases de música, para navegar en la red, para visitar a amigos y parientes lejanos o salir de vacaciones con la familia.
A esos políticos y “activistas” que nos exigen que hagamos menos, que tengamos menos y aprendamos menos, les deberíamos decir: Váyanse a freír monos. Los americanos no tienen ningún motivo para sentirse culpables por vivir la vida como americanos.
Por el contrario, son los políticos y activistas anti-energía quienes se deberían sentir culpables. Sus planes de acción causarán dolor a las clases medias - y machacarán a los pobres. Tome en consideración al granjero africano que quiera echar combustible a su tractor o transportar algunas cosechas de sobra para ganarse un dinero extra y comprarse lo que en el Tercer Mundo pasa por ser un lujo: un techo de metal para su cabaña, un radio transistor, un reloj y una bicicleta. ¿Piensa Ud. realmente que se le deba decir que él estará mejor si no se convierte en “adicto” a la energía y y que por favor mantenga pequeña su huella de carbono?
La lógica y la moralidad - aún más que el interés propio – deberían movernos a buscar la abundancia y diversidad energéticas, a usar tecnología de rápido avance para derivar energía no sólo de los productos petrolíferos sino de la energía eólica y solar, de reactores de carbón limpio y nucleares. Cuanto antes, nuestros autos, camiones y buses deberían acabar con su adicción a la gasolina; también deberían funcionar con etanol, metanol, gas natural, electricidad y sabe Dios que otros combustibles llegarán en las décadas venideras.
Si hacemos eso, familias, agricultores, ingenieros y mineros ganarán. Perderán los regímenes que patrocinan el terrorismo y que actualmente nos tienen sumidos en una posición difícil. ¿No debería ser ésa nuestra meta?