“Nuestro enemigos son pequeños gusanos. Los vi en Múnich”.
Ésa fue la evaluación de Hitler sobre los líderes de Gran Bretaña y Francia a los que, en 1938, sirvió de anfitrión en la capital bávara. El primer ministro británico Neville Chamberlain había solicitado el encuentro “para encontrar una solución pacífica” a las crecientes tensiones por las quejas y exigencias de la Alemania nazi.
El resultado: un intento de apaciguar a Hitler con la traición a Checoslovaquia. “Gran Bretaña y Francia tenían que escoger entre la guerra y el deshonor” advertía Winston Churchill en aquel tiempo. “Escogieron el deshonor. Y tendrán guerra”.
En 1972, Múnich nuevamente se encontró ligada al apaciguamiento: Terroristas palestinos masacraron a 11 atletas olímpicos israelíes. El grupo responsable fue liderado por el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) Yasser Arafat. A pesar de ello, Arafat recibió más aliento que reproche: Lo invitaron a dar un discurso en la ONU donde “la cuestión palestina” se elevó hasta convertise en asunto primordial de la agenda; allí se ha quedado desde entonces sin solución a la vista.
Con toda esa perspectiva en mente, el fin de semana anterior asistí a la edición número 43 de la Conferencia de Seguridad de Múnich, una reunión de la élite política internacional: presidentes y primeros ministros, ministros de defensa y de exteriores, embajadores, académicos y periodistas de más de 40 países.
La conferencia fue inaugurada por la canciller alemana Angela Merkel. Hizo el reconocimiento del campo de minas que son las crisis mundiales, pero propuso muy pocas estrategias a seguir para resolver esas crisis excepto la de “Paz a través del diálogo”, letrero que estaba a espaldas de la canciller y que contenía el eslógan de la conferencia destacadamente expuesto en alemán e inglés en el estrado.
El senador Joseph Lieberman le preguntó a Merkel si no era una “responsabilidad moral del mundo detener el genocidio” de musulmanes negros en Sudán. Ella asintió pero añadió que antes de que se pudiera contemplar la opción de actuar, “la Unión Africana tiene que poner en claro lo que piensa al respecto”.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, fue el siguiente líder que tomó el micrófono. Se lanzó a atacar venenosamente a Estados Unidos, acusando de que por culpa de Washington “ya nadie se siente seguro porque nadie puede esconderse detrás de las leyes internacionales”.
La posibilidad de que las leyes internacionales no se hayan hecho para solapar déspotas fue algo que Putin no mencionó. No obstante, la congresista Jane Harman sí le preguntó a Putin que explicase por qué vendía tecnología nuclear y sofisticados sistemas de misiles tierra-aire al régimen de Teherán. “Nosotros no queremos que Irán se sienta acorralado en una región hostil” respondió despectivamente el presidente ruso.
Con sólo 7 semanas en su nuevo puesto, el secretario de Defensa Robert Gates decidió no responder a Putin de igual manera. En vez, destacó que las palabras del ex agente de la KGB “casi me llenaron de nostalgia pensando en aquella época menos compleja. Casi... Una Guerra Fría fue más que suficiente”.
Y para acabar, allí estaba Ali Larijani, el secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional de Irán haciendo el papel de indignado revolucionario que estaba allí haciendo el favor de dirigirse a los ignorantes emisarios de un orden moribundo. “Lo que importa”, aleccionaba severamente, “es que el mundo está experimentando cambios fundamentales”.
Ladinamente, exhortaba a la tolerancia multicultural: “En Occidente se ha adoptado el laicismo como la base de la democracia. Nuestra democracia se basa en el pensamiento islámico”. Asumiendo el papel de víctima, se quejó de que “en Occidente, difamar al profeta del islam es algo que se apoya”.
Con respecto al programa nuclear de Irán, insistió en que sólo tiene por objeto generar electricidad. “No tenemos intención alguna de agredir a ningún país” decía sonando ofendido por sólo pensarlo. Añadió que, por el contrario, “somos víctimas del terrorismo”. No especificó a manos de quién.
Larijani estableció con dureza las reglas para aquellos que quisieran hacerle preguntas: No se le podía preguntar ni por la “suspensión del enriquecimiento de uranio, el Holocausto ni por Israel”.
Quizá la réplica más aguda vino de parte del senador Lindsey Graham. “Debe haber sido difícil para Ud. decir lo que dijo” le dijo al funcionario iraní. “porque para mí fue difícil tener que escucharlo”.
Graham observó que: “A nadie que niegue el Holocausto puede confiársele armas nucleares”. Y le aconsejó a Larijani: “Vaya y visite Dachau” el campo de concentración nazi preservado como monumento conmemorativo en los bucólicos suburbios de Múnich; una consecuencia fortuita de la política del apaciguamiento.
En contraste con Graham y otros miembros de la delegación americana – que incluía a los senadores John McCain y Jon Kyl – pocos líderes europeos parecieron sentirse afligidos por lo de Larijani. En todo caso, se felicitaban entre ellos por haberlo invitado a Múnich para empezar el proceso de “paz a través del diálogo”.
Respecto a lo que Larijani y sus compañeros revolucionarios islamistas piensan de sus anfitriones europeos, uno sólo puede conjeturar. Pero tengo la sospecha de que no está muy lejos de la evaluación que hizo el Führer de aquellos a los que humilló en Múnich hace casi 70 años.